“Prefiero pedir perdón que pedir permiso”. Es lo que parecía querer decir el hijo de un amigo cuando se presentó en casa con un cachorrito desvalido en los brazos y la súplica correspondiente: ¿Podemos quedárnoslo, por favor, por favor…? acompañada de posteriores razonamientos destinados a derribar las objeciones de sus mayores.
Y pese a las resistencias razonables de sus progenitores, ¿adivinan el resultado de la #negociación? La victoria estaba anunciada en el momento en que las patitas del adorable perrito se pusieron a corretear por la casa. Se había consumado la acción. Ahora el problema ya se había extendido y quienes debían tomar la decisión final ¿se queda, se va? se veían obligados a valorar el coste de una u otra decisión, que ni querían tomar ni les reportaba un beneficio a corto plazo. La inteligencia natural del infante parecía seguir un diálogo interior reconocible: “si me presento con el perro en brazos, lo más probable es que mis padres no tengan más remedio que ceder. Y es tan adorable”.
Como acertadamente ha imaginado, el perrito se quedó y lo que era una adorable (porque lo era) mascota se convirtió años después en un mastín de casi cuarenta kilos. Y lo que era una adorable (porque lo era) personita se ha convertido hoy en un post-adolescente que no quiere saber nada de su perro en su recién estrenada vida independiente.
Ahora cambie esta situación, busque otros personajes, identifique otros “perritos” que aparecen en brazos sorpresivamente y verá como la táctica del hecho consumado se repite una y otra vez. En este contexto de decisiones unilaterales donde alguien emprende una acción con la intención de cambiar el estado de las cosas aún a sabiendas de las consecuencias negativas que tendrá tanto para él o ella (unas consecuencias que están dispuestos a asumir), como para quienes deberán aceptar o negociar el nuevo statu quo que, sin comerlo ni beberlo, ha aparecido en sus vidas.